Comentario
Desde que en 1954 Henri Frankfort escribiera, en su ya clásica "The Art and Architecture of the Ancient Orient", que la discontinuidad histórica de las regiones periféricas de Mesopotamia -Anatolia, Palestina, Siria y Persia-, hacía imposible redactar una historia del arte en cualquiera de estas regiones, parece obligado reflexionar sobre la oportunidad y la lógica de unas páginas escritas bajo el título de "Historia del Arte del Irán y las Estepas". Pues aunque en el mismo estudio el propio H. Frankfort aceptaría que de toda la periferia mesopotámica, sólo Persia había tenido un estilo propio, lo cierto es que la calidad de su persona y su obra han dejado sólidamente establecida la duda. Ya que si el Irán careció de la continuidad, reputada por él como esencial para el desarrollo de un arte autónomo, ¿es lícito hablar del arte iranio como un todo? Yo creo que sí.
La definición de un estilo regional es fruto de muy distintos factores. Según las épocas, las modas o las inquietudes de las sociedades, la Historia ha dado primacía a unos u otros. Al célebre H. A. Taine (1886) se atribuye, por ejemplo, la estimación del medio geográfico como elemento determinante, olvidando que algo parecido habían pensado también J. J. Winckelmann (1774), Platón o Aristóteles. Una obra del W. Waetzoldt de unos años muy especiales (1941), enfatizaba el papel de la raza en la creación y supervivencia de un estilo artístico nacional a lo largo de los siglos. ¿Verdadero? ¿Falso? Como si de un juego se tratara deberíamos decir que de todo eso y de algo más, un poco por lo menos.
Cuando H. Frankfort escribió el capítulo dedicado al arte de la antigua Persia en su libro clásico, en contradicción con lo antiguamente consignado, defendió la existencia de un estilo propio iranio marcado por el decorativismo, patente desde las primeras cerámicas pintadas susianas (ca. 4000 a. C.) hasta las esculturas aqueménidas del siglo V a. C. Bastante más restrictivo se manifestó R. Ghirshman, al pretender que ese arte iranio que él veía soldado al mundo de las estepas, de la Transcaucasia y la Transoxiana, se había iniciado verdaderamente con la aparición de los pueblos iranios en la región, a fines del segundo o a comienzos del primer milenio. Y en la necrópolis B de Sialk decía descubrir el embrión del posterior arte medo y persa.
A decir verdad, puede que a su modo uno y otro hayan tenido razón. Hoy, la historiografía más reciente sabe que el fenómeno urbano en el Irán fue intenso y personal -sin que se ignoren las relaciones siempre abiertas con Mesopotamia, el Indo y las estepas de más allá del Amur Daria-, vigentes desde el 3500 al 1700 a. C. (P. Amiet), y no limitado al singular proceso de la Susiana y el Elam. Sabemos también que el hundimiento natural del equilibrio turanio no supuso la crisis de los pueblos de los Zagros y el Elburz, y que incluso en el Asia Central la cultura se reorganizó pronto de otro modo. Los textos contemporáneos escritos en Mesopotamia están llenos de referencias a pueblos de la región, pues las comunicaciones y el comercio seguían existiendo, y nuevos datos arqueológicos siguen saliendo a la luz. Y aceptamos que, bien mucho antes o a comienzos del primer milenio, los pueblos indoiranios entraron en una escena histórica en la que pronto marcarían el tono cultural. Entonces, ¿hubo ruptura?, ¿existió la continuidad?, ¿fueron determinantes las nuevas razas? Por muchas crisis que hayan existido, por muchos pueblos nuevos que hayan aparecido, el espíritu iranio, el especial sentir iranio se fue formando con la participación de todos, y en un medio que no sufrió alteración. Es cierto que, como dice H. Frankfort, el decorativismo de la cerámica pintada del Irán prehistórico se manifestó también en la escultura aqueménida; pero yo diría también que lo hizo en los tejidos sasánidas, en los tapices y alfombras de Isfahán, de Ardebil, en las miniaturas del famoso Behzad o en las cúpulas de la madrasa del Sha Sultán al Hussein en Isfahán.
También diría que el sentido del orden, estudiado por E. H. Gombrich (1979), aparece siempre en las artes decorativas iranias sin duda, pero también en su arquitectura y en su escultura. Pues desde la ziqqurratu de Dúr-Untas hasta el palacio sasánida en Sarvistán, el orden, el equilibrio y un evidente hilo continuo resurgen aquí y allá. Pero también en las fachadas de las tumbas de Naqs-i Rustam, o en los remotos relieves de las gargantas de Seckáf-i Salmón y Kul-i Farah.
La fuerza interior de todos los pueblos iranios se percibe varia y a la vez unitaria en sus formas artísticas. Puede que desde el punto de vista teórico, las razones opuestas encuentren algunos argumentos. Aunque yo diría que no hay mejor teoría que la práctica. El estudio de las culturas, sus materiales, el medio y la historia del Irán, nos darán la mejor respuesta a nuestra celosa búsqueda de un arte iranio